Me gusta mirar al cielo de vez en cuando sin sentirme turbado. Contemplar el sol escondiéndose detrás de las nubes sin llegar a tener miedo.
Y asombrarme ante las sombras que se alargan ante mí cada mañana mostrándome que mi vida tiene un proyecto, un sueño detrás de cada paso, una meta alta y brillante.
Y sentir el viento en medio de mis dudas, como una caricia de un Dios escondido, que me habla para decirme que no me va a dejar nunca solo.
Me gusta agradecer por todo lo que tengo, de forma especial cuando no estoy contento. Y reír en ese momento en el que siento que la tristeza me invade.
Me gusta alzar la voz rompiendo el silencio de vez en cuando y dejar que las lágrimas de emoción rieguen la tierra, no me importa el llanto.
Sé que es muy fácil que me desoriente en medio de mi camino. Y me despiste cayendo en las redes que tienden a mi paso. Es fácil oír los gritos de sirena invocando mi nombre, haciéndome creer que si me dejo llevar todo será más fácil.
No estoy dispuesto a vivir sin un rumbo, por eso prefiero dejar las redes a mis pies caídas, para seguir alegre a Jesús ya sin ataduras. Leía el otro día algo muy verdadero:
«Si la libertad no está orientada hacia un bien real, conducida por valores objetivos, deja de existir. Solo la verdad nos hará libres»[1].
Esa libertad orientada hacia el bien es la que me hace más libre. Por eso abro mis manos al cielo para coger otras redes, las del amor de Dios que cubre mi alma con un abrazo tierno.
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