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Por qué comprometerse libera

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 08/12/18

¿Una opción reduce mi mirada... o la ensancha? Vivir continuamente entre dos aguas no me da más plenitud

No es fácil hablar de libertad y menos aún dar soluciones a los que no son libres para que lleguen a serlo.

Dios me ha creado libre, lo sé. Pero luego sufro siendo esclavo. Vivo sujeto a mis apegos. Me ato y ato a otros. Dependo y busco que dependan de mí.

Quiero ser original y acabo siendo uno más dentro de una masa gris uniforme. Me siento incapaz de decidirme libremente por las cosas más grandes.

Me dejo llevar con facilidad, por no llevar la contraria, por agradar a todos. Me apego desordenadamente a la vida y a las personas. Yo que pensaba que era más libre.

Sé que soy libre para decirle sí a Dios con mi vida, con mi corazón encendido, con mis ojos abiertos. Soy libre para disponer de mi corazón como Dios quiera.

Él me ha creado libre, lo sé, para amar, para darlo todo. Todo mi amor, todo mi tiempo. Sé que soy libre para comprometerme o rechazar el compromiso.

Libre para entregar la vida o guardármela con temor. Para decir que sí o que no con vehemencia. Libre para darme por entero o protegerme de los excesos. Libre para crecer o para permanecer estancado sin avanzar ni un paso. Pero no siempre soy tan libre.

Decía el padre José Kentenich: “Nos enfrentamos realmente a una época que sólo produce esclavos. El hombre actual sólo quisiera tener suficiente para comer y beber. Si lo obtiene, está dispuesto a dar a cambio su derecho de primogenitura, su libertad soberana. Por eso necesitamos hombres que interpreten y utilicen rectamente este formidable regalo de la libertad. Debemos ser hombres de una visión amplia y profunda, hombres audaces. Pero también hombres seguros de la victoria. Porque el hombre providencialista se mueve en la realidad sobrenatural y desposa su debilidad e impotencia personal con la omnipotencia divina”[1].

Es esa libertad soberana con mayúsculas la que pierdo fácilmente y la que anhelo en lo profundo del corazón.

Quiero ser más libre. Quiero permanecer de pie ante la vida. Y optar por lo que mi corazón desea.

Sé que el bien que elijo me hace más hombre. Más pleno. Más libre. Más humano. Y el mal que hago me acaba haciendo más esclavo.

Quiero ser libre para poder entregarme sin miedo. ¿No dejaré de ser libre entonces cuando me comprometa? Tengo tanto miedo a estar atado… Me da tanto miedo el compromiso…

Temo que si opto por un camino perderé los otros miles de caminos posibles que se abren ante mis ojos.

Una opción reduce mi mirada. ¿O la ensancha? Vivir continuamente entre dos aguas no me hace realmente más pleno.

Vivir caminando entre dos caminos, no me hace feliz. Vivir sin optar, sin elegir, me acaba atando.

Quiero ser libre para amar. ¿Y si no me decido a amar nunca? Creo que soy más libre cuando opto, cuando doy un paso, cuando amo y me comprometo.

Antes, en ese instante eterno de la indecisión, todavía no soy lo que quiero ser, no avanzo. Cuando doy el primer paso ya todo se abre. Y mi alma se ensancha. Y el horizonte.

Me gusta la palabra libertad. Se me llena el corazón de alegría al pensar en ella. Libre de ataduras enfermizas.

Pero no todo lo que me ata me quita libertad. Cuando me vinculo libremente no dejo de ser libre, mejor aún, soy más libre.

Amando me comprometo y soy más libre. Me hago responsable de lo que amo. Me ato sanando mi alma y la de aquel al que amo.

Esa cadena del vínculo es liberadora. Me hace volar por encima de mis miedos. Desata mis afectos reprimidos. Y saca de mi interior lo mejor, lo más guardado, lo más mío.

Me hago más libre eligiendo. Me hago más libre dejando volar. El que más recibe es el que nada retiene.

Jorge Drexler escribe en una canción: “Uno solo conserva lo que no amarra”. Me da miedo perder lo que amo. Y por eso creo que reteniendo perderé menos. Me equivoco de nuevo.

Sólo dando me libero. Sólo dando libertad. El amor que no ata es el que es más libre. No retengo. Quiero ser libre y dar libertad.

Sé que Dios quiere que sea libre. Jesús vino para eso, vino para dar libertad a los oprimidos”. Yo quiero liberar y no cargar pesadas cargas sobre los hombres.

Quiero mostrar un camino de libertad en el que Dios me libera. Sueño con esa libertad interior que tanto me cuesta vivir.

Tengo miedo al rechazo, a la crítica, al abandono. Tengo miedo a decir la verdad que me hace libre. A ser yo mismo, dejando ver mi parte más mía, la más auténtica. Libre para darme sin miedos.

Me asusta no gustar, no ser amado. Temo el rechazo, la crítica y el desprecio. Necesito ser libre y dejar que sepan quién soy y de dónde vengo. Conozcan mi historia, mi pasado. Ese afán mío por agradar no me hace libre.

Pido a Dios que me quite lo falsos ídolos que reinan en mi interior. Yo solo no logro estar libre de cadenas. Perteneciéndole a Él seré más libre. Lo sé muy bien.

[1] J. Kentenich, “Dios presente”, 114

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