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Espiritualidad
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¿Cómo se ora?

CROSS;

Marko Vombergar | ALETEIA

Archidiócesis de Madrid - publicado el 24/11/14

Sugerencias para empezar a dialogar con Dios

La oración es algo sencillo, como respirar. Es la respiración del alma. No necesita de mucha preparación. Por supuesto la oración vocal (Padrenuestro, Avemaría, Salve, Rosario, etc.) es un modo de orar; pero sólo tiene su verdadero sentido si sirve para llevarnos a una oración interior y profunda o es expresión de ella.

1. Me dispongo a orar

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Lo más importante es la actitud de búsqueda de Dios y el silencio interior, que resulta un poco duro porque estamos llenos de bullicio, pero que es imprescindible para entrar en oración.

Para comenzar, trato de dejar a un lado preocu­paciones, agobios, inquietudes…, para ir cayendo en la cuenta de que estoy con el Señor, que me escucha y me habla. Y en este momento esto es lo más importante y lo único que cuenta.

Dirijo una mirada al sagrario, donde está presente Jesús, o al crucifijo; y le digo al Señor que sé que Él está aquí, junto a mí, amándome, escuchándome, acogiéndome,…

Es muy bueno entrar en la experiencia de que Dios me ama; sabiendo que es algo delicado (no difícil) porque nos resulta más fácil amar que dejarnos amar.

Reconozco mis dificultades, problemas, miserias y pecados; no para entretenerme en ellos sino para tomar conciencia de mi pobreza. Sé que no puedo encontrarme con Dios siendo tan pobre como soy; pero confío en su gracia.

Pongo en sus manos todo lo que soy y tengo y me abandono en su misericordia. Le pido al Espíritu Santo que me ayude a orar porque soy débil (cf Rm 8,23).




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2.  Lectura de la Palabra de Dios

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Alexander Michl/Unsplash | CC0

Tomo un texto de la Biblia, preferiblemente los Evangelios, las cartas de san Pablo, los Salmos o los Profetas. Quizá lo más sencillo es leer alguna de las lecturas de la misa del día, preferiblemente el evangelio, que podemos encontrar en cualquier misal.

Soy consciente de que no se trata de cualquier lectura: ese libro es muy distinto de cualquier otro libro: las palabras que contienen son Palabra de Dios; la palabra que Dios dirige a la Iglesia y ahora me dirige personalmente a mí.

No he de correr. He de hacer una lectura serena, sin prisas. Lo importante no es leer mucho sino empaparme de lo que leo, llegando a descubrir lo que Dios quiere decirme.

Después de leer unas cuantas frases, conviene volver a leerlas varias veces, como si quisiéramos aprenderlas de memoria.

Manteniendo siempre la paz interior, nos vamos fijando en lo más importante de lo que hemos leído: quizá una expresión, o una simple palabra. Lo repetimos muy despacio, como acunándolo en nuestro corazón, tratando de captar todo el misterio que posee y que apenas vislumbro en este momento. Voy descubriendo entonces qué dice el Señor.

Si no tengo a mano la Biblia o un misal puedo utilizar alguno de los textos que aparecen al final, procurando fijarme sólo en uno de ellos.

3.  Meditación

PRAY
Digitalskillet | Shutterstock

Poco a poco va quedando en mi corazón como un eco de la palabra que he leído y he captado. Intento acogerla para descubrir qué me dice el Señor a mí.

Para ello intento imaginar lo que siente el Señor o cómo actuaría en mi situación. Trato de encontrar el eco concreto que su Palabra tiene en mi vida, evitando moralizar o hacer propósitos y procurando sintonizar mis sentimientos y actitudes con las del Señor.

En clima de paz interior trato de responder a la Palabra que medito. Es el momento de ver qué le digo yo al Señor. Entramos en un verdadero diálogo interior que tiene que ir realizándose con pocas palabras, en la intimidad de la comunicación de corazón a corazón.

4.  Contemplación

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Romaset | Shutterstock

Cada vez va habiendo más silencio, hasta que me encuentro, con todo lo que soy y tengo, delante del Señor. La palabra de Dios que he leído y meditado queda ya como un eco que resuena en el corazón.

Todo va quedando en silencio y ese eco va calando en el interior como suave rocío que empapa la tierra. Me voy dejando empapar por Dios, siempre en paz y silencio.

No importa que en algún momento me asalten las distracciones, lo mejor es no hacerles caso y volver serenamente a la presencia de Dios.

Así, en el silencio de la intimidad con Dios permanezco todo el tiempo posible, sabiendo que, aunque yo no sienta nada, Dios está transformando mi vida.

He de procurar no dejarme vencer por la prisa o el deseo de terminar. La intimidad con Dios necesita tiempo; tiempo suficiente para que el rocío de su presencia me empape totalmente. Por eso he de evitar las prisas y el deseo de acabar, permaneciendo en su presencia con el convencimiento de que en este momento es lo más importante.

5.  Examen

NOTEBOOK
Silatip - Shutterstock

Antes de terminar la oración es conveniente que analice cómo ha sido mi oración. Primero viendo el modo en que he realizado mi tarea: si me he puesto en presencia de Dios, si he mantenido el recogimiento, la actitud interior de escucha, si he estado en oración el tiempo suficiente, etc.

Juntamente con este examen debería recoger el fruto de la oración: la paz, la luz que haya recibido sobre algo, alguna inspiración, etc. No vendría mal anotar estos frutos para recordarlo después.

6.  Vida

Una vez terminada la oración no puedo volver a la vida ordinaria como si dejase una actividad para emprender otra que no tiene nada que ver. Es imprescindible que lleve a mi vida concreta la presencia de Dios, la paz y la luz que he vivido en la oración.

Para ello he de procurar no entrar en las actividades cotidianas de cualquier manera, sino conservando ese eco de la palabra de Dios que he dejado que me empapara; actualizando y recordando con frecuencia lo que he vivido en la oración, por medio de una frase del Evangelio, una jaculatoria o el sencillo recuerdo del momento de oración.

7.  Textos para orar

Para empezar a orar: Escúchame, Señor, que te llamo, ten piedad, respóndeme (Sal 27,7).

Para sentir la presencia del Señor: Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,20).

Para llegar al Padre: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí (Jn 14,6).

Para saberme amado por Cristo: Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Esta vida en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2,20).

Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos (Jn 15,9.13).

Para alcanzar la paz: Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde (Jn 14,27).

Para alcanzar a Cristo: Lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo (Flp 3,7-8).

Para sentir la llamada del Señor: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina? (Lc 9,23-25)

Para pedir con confianza: Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, le abrirán (Lc 11,9).

Para pedir la salvación: Estando en una ciudad, se presentó un hombre cubierto de lepra que, al ver a Jesús, se echó rostro en tierra y le rogó diciendo: «Señor, si quieres, puedes limpiarme.» Él extendió la mano, le tocó y dijo: «Quiero, queda limpio.» Y al instante le desapareció la lepra (Lc 5,12-13).

No me abandones, Señor, Dios mío, no te quedes lejos; ven aprisa a socorrerme, Señor mío, mi salvación (Sal 38,22-23).

Para orar en los momentos difíciles: Y Jesús decía: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú.» (Mc 14,36).

Para orar en la desgracia: Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti; no me escondas tu rostro el día de tu desgracia. Inclina tu oído hacia mí; cuando te invoco, escúchame en seguida (Sal 102,2-3).

Para perdonar: Amad a vuestros enemigos; haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio; entonces vuestra recompensa será grande y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los desagradecidos y los perversos (Lc 6,35-36)

Para ser generosos: Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla corroe (Lc 12,33).

Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero (Mt 6,24).

Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de enriqueceros con su pobreza. (2Cor 8-9).

Para pedir perdón: Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado (Sal 51,3-4).

Para experimentar la alegría del perdón: Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión (Lc 15,7).

Para aprender a amar: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros (Jn 13,34).

La caridad es paciente, es amable; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta (1Cor 13,4-6).

Para permanecer fieles: Jesús dijo entonces a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?» Le respondió Simón Pedro: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.» (Jn 6,67-68).

Para dar fruto: Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. (Jn 15,4-5).

Para buscar sólo a Dios: Le respondió Jesús: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la mejor parte, que no le será quitada.» (Lc 10,41-42).

Para pedir la luz de Dios: «¿Qué quieres que te haga?» Él dijo: «¡Señor, que vea!» Jesús le dijo: «Recobra la vista. Tu fe te ha salvado.» Y al instante recobró la vista y le seguía glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al verlo, alabó a Dios (Lc 18,41-42).

Para ponerse al servicio de los demás: Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros (Jn 13,14-15).

Para ser saciado: Entonces le dijeron: «Señor, danos siempre de ese pan.» Les dijo Jesús: «Yo soy el pan de vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed (Jn 6,34-35).

Artículo originalmente publicado por Archidiócesis de Madrid

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