Chesterton relata su conducta esos días en que fue recibido en la Iglesia como un automatismo: «Sólo sentí miedo ante lo que tenía la resolución y la sencillez de un suicidio».
Después, con más calma, realizó, a la luz de este acontecimiento, una relectura de su vida pasada en la que cada acontecimiento claramente le iba dirigiendo hacia la pila bautismal, dejando constancia de ello en Autobiografía (1936).
Chesterton era un peligro: leía novelas de detectives.
Con la precisión del cuchillo que penetra en la espalda sin esfuerzo y con la rapidez de un disparo, hallaba el argumento preclaro, la reflexión acertada. Si esta fuera una de esas novelas, en este punto, el detective ya habría encontrado a quien buscaba.
Ahora tocaba explicar las pistas que le habían llevado a tal deducción.
Descargar los pecados
La principal razón de haberse hecho católico era la necesidad de ver perdonados sus pecados. Ese perdón sólo lo ofrecía, con la objetividad propia de un sacramento, la Iglesia católica.
Puso de manifiesto lo insano que le parecía guardarse los pecados toda una vida, replicando a otro articulista:
«A su juicio, confesar los pecados es algo morboso. Yo le contestaría que lo morboso es no confesarlos.
Lo morboso es ocultar los pecados dejando que le corroan a uno el corazón, que es el estado en que viven felizmente la mayoría de las personas de las sociedades altamente civilizadas».
Un psicoanalista coetáneo suyo, Carl Jung, confirmaba esa intuición: los católicos que acudían a su consulta eran minoría.
Vigilar las pertenencias
En las enseñanzas anglicanas, influidas por el puritanismo, se suprimía el sacramento de la Reconciliación. Así, después del pecado, viene la condenación.
Eso explica el carácter escrupuloso y la psicología neurótica de algunos filósofos del siglo XX con esas raíces.
Chesterton, buen observador, describía un detalle que vio en los templos católicos.
Las personas que se acercaban a comulgar, lo hacían llevando bien asidos sus bolsos y abrigos, a diferencia de las capillas anglicanas, en las que los fieles dejaban sus pertenencias en la antesala sin ninguna vigilancia.
«Yo nunca dejaría sin vigilancia un bien de mi propiedad en un lugar en que, el que quisiera robarlo, tuviese la oportunidad casi simultánea de recibir el sacramento de la penitencia».
Prefería el catolicismo con su sacramento del perdón, aunque tuviera que vigilar sus objetos.
Todos, hasta el mismo Dios, agradecidos a la Virgen
Entre los motivos de su conversión, refería también su total asentimiento a la doctrina católica sobre la Virgen.
Los anglicanos atribuyen a los católicos lo que denominan «unos excesivos honores» a la Madre de Dios.
Chesterton, con la intuición propia del pueblo llano en las cuestiones de María, con una sola anécdota, resuelve la tradicional divergencia entre católicos y anglicanos sobre la justicia del culto a la Virgen.
Relata que oyó a dos anglicanos que mencionaban con estremecido pavor, una terrible blasfemia sobre la Santísima Virgen de un místico católico que escribía:
«Todas las criaturas deben todo a Dios; pero a Ella, hasta Dios mismo le debe algún agradecimiento».
Esto –continuaba- le sobresaltó como un son de trompeta y se dijo a sí mismo casi en alta voz: «¡Qué maravillosamente dicho!».
Y concluía que le parecía difícil hallar expresión mejor y más clara que la sugerida por aquel místico, siempre que se la supiera entender.
Chesterton, al rayar los 50 años, había visto clara su decisión de ser católico.
Pero el tiempo no se había detenido. El mundo se estaba armando para las guerras más destructivas y las ideologías más deshumanizadoras que hubiera visto nunca. Se necesitaban voces autorizadas y sensatas. Y Chesterton estaba preparado.