Son muchas las personas que viven con intensidad la Pasión de Cristo y son muchas las veces que se ha recreado, escrito y narrado. Sor Juana de la Encarnación la vivió en su propia carne. Mujer de profunda devoción, tuvo incluso que luchar contra el Demonio cuando su confesor le impuso la tarea de relatar lo que vivió durante la Semana Santa poco antes de morir. Su texto es una extensa y profunda experiencia mística que nos acerca, aún más, a la crucifixión.
Sus padres, Juan Tomás Montijo e Isabel María de Herrera, se habían casado en Perú donde vivieron durante un tiempo hasta que decidieron regresar a España. Eran “padres nobles y ricos de los bienes temporales, y no menos cristianos y virtuosos.”
El 17 de febrero de 1672 nació en Murcia su única hija, Juana Montijo Herrera. Juana creció feliz, en una familia rica, recibiendo una educación excelente que le permitió aprender latín cuando apenas tenía diez años. Desde bien pequeña rezaba a Jesús Niño y acompañaba a sus padres en la oración y en su misión de ayuda a los pobres
“Era la niña agradecida, amable y de un natural tan dócil y apacible que se llevaba el cariño de los más extraños como si vieran en ella un ángel. Desde entonces empezó en ella a resplandecer una amorosa y tierna compasión con los pobres, abriendo la mano para socorrer su necesidad aún antes de que tuviese limosna que poderles dar. La que recibía de sus padres, puesta de rodillas se la alargaba al pobre con gran alegría, como si en él reconociese a aquel Señor que recibe, como echa a su persona la misericordia, que se ejercita con el menesteroso y necesitado”.
Tal era su fe, que pidió recibir la primera Comunión cuando tenía nueve años, algo excepcional en su tiempo. Conocedora del catecismo y con una fuerte vocación religiosa, pidió ingresar en la vida conventual con doce años.
Un deseo ratificado por una visión de Cristo en la Cruz que le pedía que la siguiera en su camino de santidad. Su madre pensó que era demasiado joven para tomar aquella decisión, por lo que acudió a varios sacerdotes para encontrar la solución. Finalmente, ganó la voluntad de su hija e ingresó en el convento del Corpus Christi de Agustinas de Murcia.
Juana, convertida en Sor Juana de la Encarnación, se volcó de lleno en la vida conventual, trabajando en varias tareas como la de enfermera, tornera, sacristana o maestra de novicias.
Durante apenas un año asumió la responsabilidad de ser priora a pesar de que mostró sus reticencias y llegó a pedir a las altas instancias eclesiásticas que la liberaran del cargo. Porque lo que Juana quería era rezar y encomendarse a Dios y no creía estar capacitada para guiar a las mujeres que vivían en el convento.
Ellas no opinaban igual, pues durante el tiempo que fue priora la recordaron como una mujer generosa, buena y volcada de lleno en el bienestar de sus hijas. Sin abandonar su compromiso con la comunidad, la hermana necesitaba acercarse a Cristo crucificado. Para ello, junto a la oración, sometió a su cuerpo a duras mortificaciones, comiendo de manera escueta o sufriendo el dolor en su piel.
“Se retiraba a media noche con sumo tiento, por no ser vista y sin más luz, que la del fervor divino, que la guiaba al sitio más retirado del Convenio, y allí hacía su disciplina, mejor se llamara carnicería contra su cuerpo, con tres géneros de cadenillas de hierro, y acero, hasta quedar todo bañado en su sangre.”
Sor Juana de la Encarnación tuvo muchas visiones a lo largo de su vida. La más importante sucedió durante la Semana Santa de 1714, cuando experimentó ella misma la Pasión de Cristo.
“Así estaba mi pobre alma toda embebida en el Señor, entregada, y suspensa toda mi atención, y potencias, deshecho mi corazón, unido mi espíritu en sus mismas penas, y congojas, y convertido en el mismo Señor, cuando vi también el sudor de Sangre del Salvador […]. A las dos de la noche vi a su Majestad continuando su padecer, y que le ponían un paño sobre sus purísimos ojos, cubriendo estos divinos Soles con imponderable burla, y escarnio, añadiendo bofetadas a bofetadas, y golpes a golpes.”
También el demonio se acercó a ella, intentando ganar su alma a Cristo. Lo hizo con tentaciones constantes e impidiendo que realizara sus muchas penitencias y escribiera sus experiencias místicas.
“Las trazas, pues, y ardides del Demonio fueron tantas, y tan exquisitas, que dieron después materiales a la Venerable Madre, para que las dejase escritas en muchos cuadernos, las que atendiendo a la brevedad, y omitir la molestia, fueron en esta sustancia: Luego que tomaba la pluma para escribir lo que le ordenaban, sentía, que se la arrancaban de la mano, turbaba la vista, para que no viese formar las letras, cubrirle los ojos, ponerla tal olvido de los caracteres, como si en su vida hubiera aprendido a escribir. Experimentaba también adormecido el brazo, entumecidos los dedos, y sin movimiento: tales dolores en los hombros, como si le descoyuntaran los huesos. Unas veces aparecían hormigas sobre la mano sola, que escribía, hiriéndola con sus picazos; otras, enjambres de abejas que la martirizaban, moscas grandes que le entraban en narices y boca, bandadas de murciélagos que, con sus aletas y chillidos la estorbaban y tal vez le borraron muchas hojas, que con gran trabajo había escrito.”
El padre jesuita Luis Ignacio Ceballos, su confesor la obligó a mostrar sus experiencias místicas en una obra titulada Passión de Christo comunicada por admirable beneficio a la Madre Juana de la Encarnación, Religiosa Agustina Descalza. Una obra que muchos sitúan a la altura de la tradición mística de Santa Teresa. Algunos incluso la situaron como precedente de la mística alemana Anna Emmerick.
El padre Ceballos escribió también una biografía Vida y virtudes, favores del cielo, prodigios y maravillas de la venerable Madre Juana de la Encarnación religiosa agustina descalza, natural de Murcia, en su convento observantissimo de Corpus Christi. Una obra en la que dijo de Sor Juana que “fue grande en los dones de la naturaleza, capacidad, discreción y hermosura, pero más grande en los dones de la gracia.”