En este mundo cada vez más empobrecido, material y espiritualmente, la labor que realizan millones de personas desde sus congregaciones religiosas es incalculable. Con un espíritu de vocación, siguiendo el ejemplo máximo de Jesús, estos hombres y mujeres combinan su vida conventual con un trabajo de ayuda a pobres, enfermos y desarrapados de unas sociedades cada vez más deshumanizadas.
En el año 2000, el Papa San Juan Pablo II elevó a los altares a una de estas personas brillantes, que sintió la llamada de Cristo y lo dejó todo por él y por los demás. Se llamaba María Josefa Sancho de Guerra y había nacido el Vitoria el 7 de septiembre de 1842 en el seno de una familia humilde.
Su padre se ganaba la vida como ebanista, pero a su muerte, cuando María Josefa tenía apenas seis años, dejó a su esposa y sus hijas en una situación económica complicada. María Josefa pasó unos años viviendo en Madrid, acogida por unos familiares suyos que le dieron cariño y una buena educación.
Desde muy temprana edad, la joven había tenido una clara vocación religiosa que decidió poner en práctica. El 3 de diciembre de 1865 ingresaba como postulante en el Instituto de Siervas de María, fundado por Santa Soledad Torres Acosta.
Durante un tiempo, la hermana María Josefa del Corazón de Jesús permaneció en Madrid, pero no sentía que había encontrado su lugar. Gracias a la ayuda espiritual de la propia Soledad y de otro santo, Antonio María Claret, encontró cuál debía ser su destino.
En 1871 abandonaba Madrid y, junto a otras religiosas, se trasladó a Bilbao para empezar su nuevo proyecto de vida. Ese mismo año nacía el Instituto de las Siervas de Jesús de la Caridad, una institución que se volcaría desde entonces en los más desatendidos de la sociedad.
Además de realizar asistencia domiciliaria y hospitalaria a los enfermos, las hermanas fundaron guarderías y nuevas casas. Primero por toda la geografía española; con el tiempo, el carisma de la madre María Josefa del Corazón de Jesús atrajo a muchas mujeres de todos los lugares y ayudaron a expandir su proyecto por países de Europa, Asia y América.
Entre 1875 y 1885, entre las muchas responsabilidades de María Josefa, asumió el cargo de maestra de novicias. Durante más de cuatro décadas fue también su madre superiora. En todos esos años ayudó a impulsar un proyecto de vida basado en la oración, mientras trabajaban ayudando a mejorar la salud física, pero también emocional del prójimo que a ellas acudían. Como ella misma aconsejaba a sus hijas, “la asistencia no consiste solo en dar las medicinas y los alimentos al enfermo; hay otra clase de asistencia, y es la del corazón”.
En 1911, una enfermedad pulmonar la dejó inhabilitada. Apenas podía levantarse, permaneciendo siempre acostada o en una butaca. María Josefa continuó preocupándose por la institución hasta que su cuerpo se apagó el 20 de marzo de 1912. La madre María Josefa del Corazón de Jesús había plantado una semilla fuerte, que no desaparecería con su muerte. Miles de casas y de religiosas del Instituto de las Siervas de Jesús llevan años volcadas en los demás en países como Argentina, Colombia, México, Francia o Filipinas. Teniendo siempre presente las palabras de su madre fundadora: “Sean compasivas con los enfermos, en el lecho del dolor, todos son igualmente necesitados”.
El 27 de septiembre de 1992 fue beatificada por el Papa San Juan Pablo II. El mismo pontífice la canonizaba el 1 de octubre de 2000, dedicándole estas palabras: “Santa María Josefa vivió su vocación como apóstol auténtico en el campo de la salud, pues su estilo asistencial buscaba conjugar la atención material con la espiritual, procurando por todos los medios la salvación de las almas. A pesar de estar enferma los últimos doce años de su vida, no ahorró esfuerzos ni sufrimientos, y se entregó sin límites al servicio caritativo del enfermo en un clima de espíritu contemplativo.”