Un caso llegado al consultorio de la dra. Orfa Astorga. Y una realidad que aflige a muchas familias
A mi esposa, que apenas rebasa los sesenta años, se le acaba de diagnosticar Alzhéimer, hasta ahora una enfermedad incurable y progresiva, que irá minando sus facultades mentales hasta desconectarse del mundo, y finalmente morir – contaba muy triste en consulta tanatológica un señor de edad madura.
Hubiera querido ser yo, y no ella, quien padeciera tan dura enfermedad, y ser el primero en partir – agrego muy apesadumbrado.
– Si hubiera sido usted el enfermo, ¿qué habría sido de su esposa? – le pregunte considerando una probable respuesta.
– ¡Oh, habría sufrido muchísimo, hasta lo indecible! Y… ahora que lo pregunta, me consuela saber que no será así, que seré yo el que sufra, y no ella. En verdad, no lo había visto así.
Sin embargo, no termino por aceptar la cruz de verla padecer una enfermedad que la arrebatara sus años dorados.
Esta incapacidad, ella la conoce, y, por ello, me ha dicho que las personas tenemos algo que viene de Dios, y refleja lo que es Dios, y que, cuando su enfermedad avance, no lo debo de olvidar.
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