No quiero quedarme en teorías sobre Dios que no me enamoran ni en formalismos, ni en pietismos que me quitan la alegría, ni en cumplimientos fríos que me sacan de mi centro
Quiero ver el rostro de Dios, siempre lo he querido. Quiero ver a Jesús. No sé por qué siento tantas ganas de conocer su rostro. ¿Cómo serán sus ojos y su sonrisa? ¿Y sus manos y sus pies con sandalias? ¿Cómo será su pelo y su forma de abrazar?
Tendría un rostro único. Pero yo quiero verlo, no sé por qué. Quiero encontrarme con Él y llorar. Sí, que las lágrimas caigan en ese encuentro. La emoción de verlo, de amarlo en su carne. En su aspecto único amable, misericordioso, afable, lleno de luz.
Quiero ver el rostro de Jesús. Quiero ver sus pasos, oír sus palabras, acariciar su piel. Me gustaría estar escuchando y queriendo ver su rostro.
Mirar y tocar
No sé por qué tengo esta necesidad. O quizás sí lo sé. No tengo un alma a la que le guste la filosofía. Me disgustan las teorías y las ideas desencarnadas.
No sé cómo, pero yo vivo en presente, tocando la piedra que pisan mis pies, explotando al máximo la amplitud de mi mirada, de mi abrazo, de mi sueño.
No me conformo con ideas vagas que no emocionan mi alma. Me gusta el rostro y el aspecto de aquel a quien amo. Amo a un Jesús humano que tiene rostro, mirada, sueños.
Amo su vida concreta desplegada en días sagrados. Creo en ese Jesús del que me habla san Pablo:
«Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado».
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