Las cosas no resultan siempre como yo espero. Sueño con un fruto y lo que obtengo es algo muy diferente. Sueño con bienes y recibo males. En lugar del fruto que deseo me encuentro sin nada, o con un fruto no querido. ¿Por qué sucede esto?
Eso se lo pregunta el profeta Isaías:
“Esperó que diese uvas, pero dio agrazones. ¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho? ¿Por qué, esperando que diera uvas, dio agrazones?”.
En lugar de uvas dulces recibió agrazones, que son racimos verdes que nunca llegan a madurar. Son amargos. El dueño esperaba un fruto y no recibió lo que quería. El desengaño, la pena, la frustración.
En la vida, si siembro lo que sueño, ¿por qué a veces lo soñado no se hace realidad? Quiero obtener un fruto, un resultado y todo sale al revés. Lo que quería lograr no me resulta.
El fruto es lo que el dueño de la vida espera. Es como si Dios mirara mi vida, mi viña, y esperara un fruto concreto. ¿Cómo puedo saberlo?
A menudo creo que los frutos son los que puedo dar, los que tienen que ver con mis capacidades. No entiendo que no pueda ser todo como deseo.
Quisiera dar los frutos que Dios espera de mí. Pero no sé cuáles son en realidad. Mi viña es mi alma, es mi campo de batalla, es la tierra que trabajo y siembro, es mi jardín interior.
Pienso en los frutos que yo mismo espero y en los que Dios espera. No sé bien lo que espera de mí. A menudo creo que lo único que quiere es que esté a su lado, que no sufra sin motivo y que no espere de la vida lo que no puede darme.
Quiere que mi fruto sea el amor. Es lo único que quedará tras de mí cuando me vaya. Lo sé muy bien. Ese amor que entrego, ese amor que recibo.
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“Mi vocación es el amor”
San Agustín tiene una frase que a menudo se malinterpreta. Así lo citaba el P. Kentenich:
“Agustín sabía de la fuerza unitiva y asemejadora del verdadero amor. Por eso, para él era evidente que el que ama a Dios asimila por completo su voluntad a la voluntad de Dios. Ama, y haz lo que quieras, significa, por tanto: – Sólo ama y, después, harás por ti mismo lo que Dios quiere”[1].
Basta entonces con amar bien, para acabar amando lo que Jesús ama. Parece tan sencillo…
Mi corazón desea el bien de ser amado. Pero rehúye la renuncia del amor que se entrega. Amar está bien cuando soy correspondido. Amar sin esperar ser amado parece imposible.
El amor asemeja. El amor a Dios me asemeja a Él. Si lo amo de verdad me acabaré asemejando a Él y querré lo que Dios quiere para mi vida. Entonces tendrá sentido esa frase de san Agustín.
Cuando amo bien, acabo queriendo el bien del amado. No lo rechazo, no lo niego, no lo maltrato. Deseo que no sufra. Deseo que tenga todo lo que necesite aunque yo no lo tenga. Si amo nunca haré el mal.
Es curiosa esa frase que parecía dar tanta libertad. Lo que quiero acabará siendo lo que Dios quiere. Me pareceré más a Dios de lo que ahora me parezco.
Lo que espera Jesús de mi viña es que en ella, en mi alma, reinen Él, su amor, su presencia, su vida. Desea que mi viña le pertenezca. Que pueda poner todo en sus manos y no tenga miedo a perder la vida amando. Eso me pide, sólo eso.
Para que haya fruto tendré que cercar mi viña, mi alma. Un huerto cerrado. Un espacio sagrado en el que Él habite. Eso me gusta. Cercarlo para que no saqueen mi alma.
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Hoy estoy tan expuesto… Es como si el mundo quisiera saber todo de mí, conocer mi vida, mis virtudes, mis defectos, mi historia, mis logros y mis pecados, mis caídas.
Parece ser que Dios quiere hacerme un lugar cerrado y sagrado. Vivo expuesto al mundo y así es imposible cultivar bien mi tierra.
Dejo con facilidad que entren otros y saqueen mi interior. Dejo que las críticas, los juicios, las miradas, envenenen mi ánimo y provoquen mi tristeza.