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La oveja perdida en Australia y la teoría de la evolución

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Alice Gray / Facebook (Reprodução)

Redacción de Aleteia - publicado el 29/05/20

La Iglesia católica reconoce un proceso evolutivo desde san Agustín, que lo sugirió más de 1000 años antes que Darwin

Medios de comunicación de decenas de países divulgaron recientemente el «reencuentro de la oveja perdida» -no la parábola de Jesús, sino literalmente, la reaparición de una oveja australiana que se había perdido del rebaño durante incendios forestales ocurridos en Tasmania en 2013. En aquel entonces, la granja de la familia Gray se incendió y algunos animales huyeron.

Siete años después, la familia contó que «un bicho enorme y redondo» apareció en los videos de una cámara de seguridad de la propiedad.

Era una de las ovejas descarriadas, con un tamaño tan grande por la acumulación de lana que equivalí al de cinco ovejas esquiladas.

La suciedad y las espinas acumuladas a lo lago de siete años dieron a la oveja el nombre de «Prickles«, que significa «espinas» en inglés.

No es la primera vez que, para sorpresa internacional, resurge cual hijo pródigo un ovino superviviente a años de aislamiento en el interior de Australia.

En 2015, también atrajo la atención la esquila del borrego Chris, que había acumulado nada menos que 40 kilos de lana: un récord mundial.

Como la lana de un borrego no esquilado produce alrededor de 5 kilos al año, se supuso que había sobrevivido en ambiente salvaje durante más de 8 años, a pesar de los parásitos y las consiguientes infecciones y lesiones en la piel.

¿Por qué esos dos casos despertaron la atención científica internacional?

Básicamente, a causa de la necesidad de ayuda humana para quitar la lana de ambos animales. Chris y Prickles nos recuerdan cuánto la supervivencia de su especie se ha vuelto dependiente de la especie humana a lo largo de la historia.

Los borregos fueron domesticados hace alrededor de 11.000 años, en Mesopotamia, y empezaron a sufrir la llamada «selección artificial»: son los hombres que escogen las características de los animales y de las plantas que cultivan, y ya no la naturaleza.

Este concepto fue creado por el naturalista británico Charles Darwin, famoso por la teoría de la evolución biológica, y se aplica al proceso evolutivo de otros animales domesticados, como las gallinas, los gatos y los perros.

Se trata de animales «moldeados» por la humanidad a tal punto que se vuelven dependientes del cuidado humano.

Fue por eso que, al quedar perdidos durante tanto tiempo, la lana de Chris y de Prickles creció indefinidamente, sin que la naturaleza «arreglara» la situación.

La Iglesia y la evolución

Así como las ovejas perdidas reaparecen en todo el mundo, también lo hace el ruido deshonesto en torno a la visión de la Iglesia católica de la teoría de la evolución.

En el mismo 2015 en que el borrego Chris fue «rescatado de la perdición», generó un gran revuelo la declaración del papa Francisco de que la teoría de la evolución es compatible con la fe cristiana.

Diarios, televisiones y páginas web hicieron alarde anunciando que, «finalmente», el Papa «reconocía la evolución de las especies».

«Para variar, a la Iglesia le faltaba evolución según esos medios de comunicación, que consideraban que estaba atrasada varios y varios siglos.

La Iglesia reconoce la existencia de un proceso evolutivo desde san Agustín, que lo sugirió ya en el siglo V d.C. -más de mil años antes de que Darwin lo propusiera.

Lo que marca la gran diferencia entre la Iglesia y Darwin no es el hecho de que las especies evolucionen, y sí el sentido de esa evolución.

El darwinismo afirma que la evolución sucede mediante la supervivencia de variaciones genéticas aleatorias, sin ningún propósito y sin ninguna orientación.

La Iglesia mantiene que en toda la naturaleza existe una lógica de fondo, un designio inteligente, un propósito. Y no solo en la evolución biológica, sino en la propia estructura del universo, que sigue leyes físicas, químicas y matemáticas observables e innegables.

Sin embargo, algunos consideran que la Iglesia católica «no ve el meollo de la cuestión» con respecto a la biología moderna y concluyen que la evolución y la creación no pueden ser compatibles.

Ateos y fundamentalistas concluyen equivocadamente que «el cristiano escoge la creencia en detrimento de la biología»: para el ateo, este es motivo de repudio del cristianismo; para el fundamentalista, es motivo de repudio de la biología moderna.

No es la Iglesia quien «no ve el meollo de la cuestión», sino los ateos y los fundamentalistas.

Desde una perspectiva católica, el problema no es que Darwin se haya librado del concepto de designio en la naturaleza: el problema es que la gente empezó a creer el designio «todo o nada» con las ciencias naturales. La suposición de que la evolución biológica no tiene ningún propósito o designio no entra en conflicto con la teología, porque es una respuesta a una pregunta científica, no teológica. Tomás de Aquino enfatizó, mucho antes de la Revolución Científica: las ciencias naturales y la teología no son cuerpos de conocimiento en competencia; son formas distintas y complementarias de investigar la realidad.

Aristóteles y sus 4 tipos de causa

«¿Cuál es la causa de la existencia de la silla?». Según el filósofo griego Aristóteles, que vivió hace 2.500 años, esta pregunta puede interpretarse de cuatro maneras diferentes.

Si entendemos que la causa de la existencia de la silla es el hecho de que alguien la produjo, estamos hablando de «causa eficiente». La causa de la existencia de la silla es José, que la construyó. José es la causa eficiente de la silla.

Si entendemos que la causa de la existencia de la silla es la finalidad de sentarnos en ella, estamos hablando de «causa final».
La causa de la existencia es que necesitamos de ella para sentarnos. Sentarse es la causa final de la silla.

Si entendemos que la causa de la existencia de la silla es la madera de la que está hecha, estamos hablando de su «causa material”. La causa de la existencia de la silla es su materia prima. La madera, en este caso, es la causa material de la silla.

Y si entendemos que la causa de la existencia de la silla es precisamente el hecho de que es una silla y no una botella, estamos hablando de la «causa formal».

La causa de la existencia de una silla es su propia naturaleza como silla, es el hecho de que es una silla y no una botella o cualquier otra cosa. El hecho de que sea específicamente una silla y no otra cosa es la causa formal de la existencia de la silla.

Cada una de estas cuatro interpretaciones equivale a preguntar «¿Cuál es la causa de la existencia de la silla?», solo que desde cuatro perspectivas diferentes; de considerar cuatro tipos diferentes de «causa» para su existencia.

En griego antiguo, la palabra «causa» (aitía) tiene un sentido de «razón»: la razón por la cual.

Confundir los diferentes tipos de causa o razón de existencia es absurdo: cuando alguien pregunta «¿Quién hizo la silla?», no tiene sentido responder «Para sentarse».

Cada enfoque de la causa de algo requiere una respuesta delimitada por ese mismo enfoque. Para obtener una explicación completa de la causa de algo, pensaba Aristóteles, necesitamos involucrar las cuatro preguntas y sus cuatro respuestas respectivas.

El rechazo de la causa formal

Hoy en día, existe una tendencia a rechazar en el ámbito de la ciencia moderna la validez de las cuatro causas aristotélicas.

A principios del período moderno, hace poco más de 500 años, los filósofos Locke y Hume cuestionaron lo que Aristóteles llamó la «causa formal», que corresponde a la naturaleza metafísica de algo.

Pensaban que la ciencia moderna puede explicar de qué está hecha una cosa y cuáles son sus leyes de gobierno sin tener que abordar su naturaleza metafísica.

El rechazo de la causa final

A su vez, Galileo, Newton y otros científicos prescindieron de «¿para qué?» en materia de física, es decir, dejaron de lado la «causa final».

Para ellos, la ciencia moderna puede explicar el mundo físico en términos puramente «mecanicistas«, sin necesidad de nociones «no científicas» como «designio» o «propósito».

Pero muchos otros científicos resistieron la intrusión de la ciencia moderna en el territorio de la biología, donde aquella que Aristóteles llamaba «causa final» («¿para qué?») fue mucho más duradera.

Después de todo, las «causas mecanicistas» no explican los «para qué» de la naturaleza biológica.

Darwin, sin embargo, empezó a intentar expulsar la causa final también del ámbito biológico. Para él, la complejidad que parecía indicar la existencia de un Creador era solo el resultado de variaciones aleatorias durante un largo periodo de tiempo.

La «resistencia existencial» de la causa final

Pero expulsar las «causas finales» de las ciencias físicas y biológicas no es expulsarlas de toda forma de explicación. Las «causas finales» siguen prosperando en el dominio metafísico.

Darwin solo demostró que la biología, tan diferente, por ejemplo, de la metafísica, la teología o la ética, puede prescindir de las «causas finales» como lo hizo la física en la época de Newton.

Esto deja a los biólogos exentos de responder preguntas sobre el propósito con respecto a la existencia de especies, pero no prohíbe a la humanidad (ni podría) abordar preguntas esenciales y trascendentes sobre la causa última de la existencia misma: ¿para qué, después de todo, existe lo que existe, cuando bien podría no haber nada? Y mucho más personalmente (y crucial): ¿para qué existo? ¿Cuál es el propósito de mi existencia?

El problema, por lo tanto, no es Darwin, sino la idea moderna de que la teología solo podría discutir lo que la ciencia no puede explicar.

Resulta que si profesas tu religión a partir de los vacíos del conocimiento científico, inevitablemente te sentirás frustrado cuando esos vacíos se llenen, porque llenar los vacíos científicos es justo lo que se espera del progreso de la ciencia.

La religión puede (y consigue) hacer «provocaciones» relevantes a la ciencia con respecto a las causas de lo que existe, alentando la asociación entre la fe y la razón para elevar el espíritu humano más plenamente a la búsqueda y contemplación de la verdad.

La verdadera religión no debe temer a la ciencia. La verdadera ciencia tampoco debería temer a la religión hasta el punto de negar la razonabilidad de las preguntas que la ciencia misma no puede resolver.

Causas secundarias y causas primarias.

Tomás de Aquino hizo una distinción de la naturaleza entre las cuestiones teológicas y natural científicas.

Tanto la teología como la biología moderna preguntan: «¿Por qué hay seres humanos?». Pero estas entienden la cuestión de forma diferente.

Para la biología moderna, la pregunta significa: «¿Cómo y cuándo los seres humanos surgieron»? y «¿Cuáles son las partes constituyentes de los seres humanos?».

Las respuestas a estas preguntas («variaciones genéticas aleatorias a lo largo del tiempo» y «células y genes») son lo que Tomás de Aquino llamó causas «secundarias».

Son explicaciones de cosas en la naturaleza que pueden invocar leyes probabilísticas, selección natural o las respuesta que la teoría científica más reciente sugiere.

Pero la teología pregunta por lo que Tomás de Aquino llama causas «primarias»: «¿Cuál es la fuente del ser?», «¿Cuál es el significado y la razón de la creación?».

Y ni los registros fósiles, ni la selección natural responden a estas cuestiones. Estas no son las herramientas adecuadas para esta tarea. Confundir cuestiones teológicas y científicas es cometer un error de categoría.

El concepto teológico de creación no es un concepto científico. El Dios de la teología católica no es, como Agustín subrayó, la ignición de la existencia, sino su causa en sentido no temporal.

Dios da origen y sustenta la existencia, inundándola de sentido, provenga el hombre de peces, monos o polvo de estrellas, y sean de probabilidad o no las leyes que rigen esta evolución.

Los ideólogos contemporáneos del cientificismo son los que «no ven el meollo del asunto» con respecto a la evolución. La evolución no refuta a Dios, así como el electromagnetismo no refuta la conciencia moral.

Y el papa Francisco no ha sido el primero en reconocer esto, sin importar cómo ciertas narrativas han intentado vender esa «noticia».

Por cierto: los casos de Chris y Prickles y sus muchos kilos de lana ayudan a reforzar lo que el mismo Papa nos recuerda en su encíclica Laudato Si con respecto a la necesidad de ser más conscientes de nuestro papel en el cuidado de la casa común.

La naturaleza, debido a los caminos que hemos tomado a lo largo de nuestra historia como humanidad, tiene, en cierto sentido, una delicada «dependencia» de nuestras elecciones y acciones. Y no deberíamos necesitar borregos y ovejas perdidas en Australia para reconocer esto.




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