Esta crisis que vivo me confronta con mi debilidad. No me puedo entender solo, sino en comunidad. Estoy unido a tantos que sufren como yo.
Mi fragilidad se manifiesta en mi incapacidad para controlar mi vida. Yo pensaba que podía hacerlo todo solo. Comenta Mauricio López Oropeza en relación con la pandemia que ahora sufrimos:
“Cuánto bien nos hace mostrarnos vulnerables y sin todas las respuestas, pues así todas las supuestas verdades absolutas de Dios en manos de unos, excluyendo a otros, se caen por estar sostenidas en la arena, para dar espacio a lo inabarcable.Nadie se salva solo, y en la penumbra de estos días la búsqueda más esencial de muchos-as está sustentada en el deseo del encuentro profundo y del asumir un nuevo sentido de vida”.
No tengo discursos claros y precisos. No me sé todas las respuestas. Han caído los plazos y los planes. Y no me sostengo en pie en medio de mis miedos. Y la soledad de mi pantalla me confronta con un mundo más cerca de mí de lo que nunca hubiera pensado.
Mi fragilidad es evidente. Y veo cómo los pilares seguros de mi vida han caído. Esas patas de mi mesa sobre las que aseguraba mi vida.
Mi salud, tan protegida y cuidada, se desvanece ante mis ojos. Yo puedo ser el siguiente, o mi pariente, o mi amigo, o mi hermano. Y sufro.
Y la economía tan asegurada se encoge asustándome cada vez que pienso en el día después, cuando todo pase. Mi segunda pata herida, rota, caída.
Y luego mi familia, mi entorno seguro. Que antes en la vida frenética de mis días se diluía con el tiempo y no me exigía tanto. Ahora, en este parón inevitable, se yergue sobre mí con virulencia y me aturde.
Porque no sé lidiar con tanta vida en intimidad. Antes huía hacia delante o la vida social maquillaba mis carencias. Ahora todo resalta con más evidencia.
Y mi fe, claro, esa fe mía que era un pilar más, no el más importante. Veo ahora la fragilidad de esa pata, que antes parecía robusta.
Pero era una teoría, un trozo de papel pegado en el alma, unas letras orantes intentando sostener mi corazón herido. Sí, ese pilar de la fe, esa pata de mi mesa se ha quebrado.
Han entrado las dudas y los miedos y he llegado a acusar a Dios de todo esto que vivo y que tanto me incomoda. Ese Dios que no actúa, no vence, no interviene.
No repone todo, haciendo que mis días regresen a ese mes anterior, a ese día en el que todo dio comienzo. ¿No me decía que nunca me iba a dejar solo en la batalla?
Ahora me siento perdido, náufrago en un mar de odios y soledades. Mis seguridades han caído. Me siento tan frágil…
Y en medio de esta fragilidad tan necesaria decido suplicarle a María que me tienda la mano. Miro como Juan al pie de la cruz, a un lado, a ese lado en el que María llora, conmigo, en silencio. Y le pido ayuda.
¿Cómo se hace para sostener una cruz en medio del mundo mirando al cielo? ¿Cómo puedo perdonar cuando soy odiado, difamado, asesinado? Mi corazón tiembla en lo más profundo. Tengo miedo.
Miro a mi lado, a María. Es mi madre. La que ha cuidado mis primeros pasos y me ha abrazado por la espalda cuando me sentía solo y frágil en medio de mis caminos.
Ella, la que se dejó hacer en las manos de un Dios poderoso, bueno y amante. Ella, la que se dejó querer amando. Me inclino a sus pies, suplicando.